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martes, 26 de junio de 2012

LA MAGIA DE LOS CINES ANTIGUOS


(Anna Karina viendo "La Pasión de Juana de Arco" en"Vivre sa vie" de Jean Luc Godard)
Prefiero los cines de antes, esos donde la  única posibilidad era hacer la cola para comprar la entrada. Se avanzaba poco a poco, paso a paso, mirando los afiches que anunciaban las próximas películas. Cuando niño, mientras iba en la fila me imaginaba ya el espacio de fantasía al que iba a ingresar. Así llegaba a la boletería, donde no había que titubear para escoger el sitio correcto, ese que te mostraba la pantalla entera.
Junto con la entrada te pasaban un papelito enrollado con la ubicación exacta de tu butaca. Por ejemplo, K-16.
Eran cines con cortinas. Generalmente cortinas pesadas, rojas o lacre. Estaban cerradas y empezaban a abrirse lentamente, marcando el inicio del viaje a la fantasía. Cuando las luces se apagaban sabías que no había marcha atrás, que debías soportar lo que ibas a ver, arriesgándote a pasar miedo o pena, risa y emoción, lágrimas o, quién sabe, quizá todo junto.
Había una magia en ese mundo a oscuras y lo disfrutabas todo lo que te era humanamente posible porque no sabías cuando sería la próxima vez.
Los niños no iban al cine a cada rato, a lo más una vez cada dos meses, aunque yo fui una excepción. Debo haber tenido unos 11 años cuando me hice amigo del que cortaba las entradas y me colaba con cierta regularidad en el cine Gran Colón, que quedaba justo en el camino de regreso entre la escuela y la casa.
Mi madre, que muchas veces me acompañó al cine me enseñó que ver una película era algo extraordinario, había que entrar en la historia, impregnarse de ella para que se entendiera todo y así disfrutarla más.
Sobre todo había que verla guardando silencio. En el cine no se hablaba, se miraba y escuchaba lo que sucedía en pantalla y no podíamos perdernos ningún dato importante.
A diferencia de entonces, los multicines de hoy me parecen demasiado asépticos y bulliciosos. Me agota esa oferta atiborrada de bebidas, dulces y comida. Esos grupos de adolescentes devorando metros cúbicos de palomitas y tragando litros de coca cola y sobre todo riendo, justo en el momento que no corresponde de la historia.
Añoro el encanto de las salas antiguas con sus asientos de terciopelo, el placer de estar en un cine de verdad, en un ambiente tranquilo con gente que verdaderamente ama el cine y en una atmosfera de cierta religiosidad.
Los cines de entonces, todos, proyectaban las películas en su versión original. No existía el doblaje.
¿Qué sentido tenía ir a ver una película de Marcello Mastroianni o de Catherine Deneuve en “Bella de Día”, de Buñuel, sin escuchar sus voces verdaderas?
Una de esas películas que me impactó, me dejo maravillado fue “Sibila”, cuyo nombre original es “Les dimanches de Ville d'Avray”. Quedé enamorado de ese filme francés, sencillo, pero sólido y terrible en su argumento, con un ritmo tranquilo, lento que te absorbía desde el primer minuto. No miento, si cuento, que fui a verla unas cinco veces, durante las dos semanas que la exhibieron. Cada vez salía de la sala con el corazón apretado. Nunca más la he podido volver a encontrar.
Me apena que hayan desaparecido esos cines. Que se haya perdido ese ritual que iba desde comprar la entrada en la taquilla afuera, al lado de la calle, hasta que después de la palabra “fin” en la pantalla, volvían a encenderse las luces y la realidad volvía a tu existencia.
26 de junio de 2012

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